Tras mes y medio, la idea no dejaba de fraguarse en la cabeza. De repente, en redes alguien lanzó la pregunta: – ¿A alguien más se le ha alterado la regla? – A mí no me baja. – A mí me ha bajado rara, y está durando más de lo normal. – A mí se me cortó de golpe. – A mí me vino con 10 días de retraso. – A mí con 23. Hoy mismo se haría la prueba.
La incertidumbre era la nueva ave de rapiña sobrevolando las calles. Cada día avanzábamos a la llamada nueva normalidad, algunos hacia lo desconocido, cabizbajos, como animal al matadero; otros, arremangándose las pantorrillas y los antebrazos como cuando baja la marea; la mayoría, dando vueltas en círculo, desorientados como una polilla hacia la luz.
Mayo se había disfrazado de verano para recibir a los miles de valientes que, tras más de un mes, otra vez se les permitía salir a pasear. Nosotros decidimos celebrar la temeridad comprando pescado fresco para el día de la madre.
En la fase cero, dicen las noticias, que de 6 a 10 y de 20 a 23 ahora se puede salir, hacer deporte, pasear. Según sigo leyendo, no encuentro las palabras que me hagan pensar que es menos peligrosa ahora la salida que hace mes y medio cuando en este pueblo sólo había un caso declarado.
Los diarios marcaban como grandes tragedias el cese de actividad de un mes de especuladores, explotadores y otros tantos cómplices de la precariedad general. De los perjudicados por éstos, seguían sin hacer eco. De los muertos, menos.
En el chat sólo él y yo. Esperábamos. Una incómoda complicidad le obligaba a interesarse por mi estado. Antes de responder, entraron el resto de los alumnos y, con el mensaje a medio escribir, el profesor empezó la clase.
Cuando entré a la clase de Yoga, comentaban que qué exagerada era esa gente que no saludaba a sus vecinos con dos besos porque hubieran estado en Milán de compras. Pero cuando la profesora comentó que antes de agotarse, había conseguido mascarillas, todas se la echaron encima queriendo conseguir la suya.