Yo no tengo alacena, pero me gusta la palabra,
me gusta tanto que decidí inventarme una, una ficticia,
donde almaceno todo aquello que no puedo guardar en otro sitio.
Y cuando voy, más que alacena,
tengo un auténtico trastero.
Y me reencuentro con las cosas
que siento que ya no tenemos,
y sin querer piso las que creo que compartimos.
Andan por ahí perdidas, sueltas
y tan sucias que es fácil no reparar en ellas.
Alguna vez, he pensado en ir a la alacena y limpiarlo todo
y quedarme sólo con lo que realmente vale la pena,
pero tengo miedo a que el impulso me haga deshacerme de cosas que están ahí,
pero que no sé que aún necesito.
No quiero deshacerme de ellas.
¿Y si rompo o pierdo algo? Algo de esa magia
¿Y si desaparece la telaraña que la sujeta?
¿y si me equivoco y al barrer, la hago desparecer ?
Así que aveces, voy a la alacena, doy una vuelta por allí.
Y curioseo,
pero no toco nada, lo dejo todo en su sitio
y confio en que todo está bien y que cuando llegue el momento
sabré rearmar el puzzle de nosotros que aún guardo en la alacena.
1 comentario en “La alacena”
Tienes toda la razón: es una palabra preciosa. Lo bueno de las alacenas es que uno nunca ordena nada, primero porque uno no sabe lo que tirar, todo parece realmente útil, si no ahora, dentro de un tiempo. Segundo: porque necesitaríamos más tiempo del que disponemos para ordenar todo lo que vamos acumulando. Aunque siempre queda la esperanza y la seguridad de que las piezas que necesitamos están ahí, esperando.